Me encontraba leyendo en la parada del bus cuando
se me acercó un hombre entrado en años, con barba, los ojos hundidos tras
unas gafas. Parecía tener ganas de conversar, pues empezó preguntándome si
ese era el autobús que llevaba a su destino y cuánto solía tardar. Le dije
que sí y que probablemente estaría al llegar, pero siguió hablándome del tiempo
y, viendo que yo cerraba mi libro y le prestaba atención, acabó contándome
que él mismo había trabajado de conductor de autobús para la Empresa
Municipal de Transportes (EMT) hacía tiempo.
Según me comentó, su vida había cambiado mucho
desde entonces. Ahora sobrevivía encadenando contratos temporales precarios y
en este momento, con un empleo a tiempo parcial de teleoperador que
concluiría al poco, intentaba terminar de pagar su hipoteca, gracias también
al apoyo económico de su hija. Por si fuera poco, el día anterior su coche
había empezado a fallar y ahora tenía que tomar este autobús, que justo
aparecía en ese momento, y otro más para llegar a su trabajo en un trayecto
de cerca de una hora. Ya ni el fútbol le consolaba, pues al parecer su Atleti
había vuelto a perder a pesar de llevar un buen año.
Subimos juntos al autobús. Desde mi perspectiva
activista se me ocurrió comentarle que podría acercarse a un sindicato como
la CNT a asesorarse, si no para hacer sindicalismo en el curro con visos de
continuidad, sí al menos para ver si podía meter mano a la empresa por el
contrato, conseguir algún tipo de indemnización cuando finalizase… algo.
Sorprendentemente, me dijo que conocía la CNT. De su tiempo en la EMT había
participado en las luchas de los trabajadores, formaba parte de la Plataforma
de Trabajadores que había llevado adelante algunas luchas en los 90. Desde
entonces mantenía su compromiso con las ideas revolucionarias y libertarias,
aunque durante mucho tiempo había dejado el sindicalismo y la militancia
activa. Había vuelto a movilizarse con el 15-M y las iniciativas que habían
surgido a raíz de este en su barrio, como el grupo de consumo. Le miré
sorprendido de nuevo y me aseguró sonriendo que sí, que era anarquista desde
entonces. Me quedé pasmado, el peso de los estereotipos no me permitía
concebir a un anarquista cincuentón con coche, hijos, hipoteca…
Al rato me despedí, tuve que bajar en mi parada,
pero luego le di una vuelta al tema y pensé que no era para extrañarse. El
anarquismo es un movimiento revolucionario, que aspira a una transformación
social basada en el deseo de las mayorías. Y resulta que la mayoría de la
gente no sigue el estereotipo de joven anarquista, okupa o neorrural. Buena
parte de la sociedad está en una situación similar a la de este hombre,
muchas personas se metieron en una hipoteca porque creyeron que eso libraría
a sus hijos de depender eternamente de un casero, otras se compraron un coche
porque eran accesibles y les permitía desplazarse para ir al trabajo o salir
el fin de semana a algún lado con la familia, ojalá muchos más conocieran y
defendieran al anarquismo. ¿Vamos a rechazar a toda esa gente si decide
sumarse al proceso de transformación social? Porque resulta que hay gente así
que, además, se considera anarquista y mucha más que podría considerarse así
en el futuro: Bien hacen sindicalismo de acción directa, o participan en el
centro social o las asambleas del barrio, o en el grupo de consumo, o conocen
y difunden la historia del movimiento obrero, o critican la autoridad y la
jerarquía en las movilizaciones en que participan defendiendo la organización
por asambleas… Y además aspiran al socialismo libertario, a una sociedad
basada en la solidaridad y el apoyo mutuo, a la anarquía.
¿Es eso algo malo? ¿Son esas personas, como este
hombre, unos borregos, unos estúpidos, unos gilipollas como han señalado
algunos en Twitter a raíz de la difusión en nuestra cuenta de la imagen que
ilustra este artículo? La imagen es obra de L'Observador, de cara a un
artículo en el número 9 de su publicación y la publiqué yo mismo en los
perfiles de Regeneración en redes sociales. La cosa es, a toda esa gente que
nombro, ¿debemos despreciarles? La pureza anarquista no existe. Somos
falibles, tenemos contradicciones, asumamos de una vez que por considerarnos
anarquistas no somos mejores ni estamos por encima de nadie. Al parecer todo
esto molesta a una serie de personas que han visto en el anarquismo un modelo
de afirmación personal, una guía que les permite mirar a los demás por encima
del hombro y sentirse especiales. Pero el anarquismo no surgió para que los
individuos que nos adscribimos al mismo podamos sentirnos bien, calentitos al
calor de los que son como nosotros. Surgió para generalizarse entre la
población, para cambiar el mundo.
Como dicen por ahí: "Si se repasan
películas, cuadros, lienzos, fotos y grabados, se ve que la gente que hizo
las revoluciones pasadas, era gente corriente y moliente, que seguramente era
analfabeta, bebía vino y se lavaba cuando ya el picor le resultaba
insoportable. ¡Por el amor del lagarto! ¡Mirad a María Antonieta subiendo a
la guillotina! La gente que aplaudía la revolución, era pero que bien burra.
La gente que coge la dinamita, el bardeo o que maneja la maxim, no es Santa
Marta precisamente, y si lo es, en cuanto la guardia la tirotea le entra una
mala hostia que no veas".
Exacto, las revoluciones las hace la gente que
lucha, gente que vive ahora mismo, llena de defectos y manías, pero también
de rechazo a la explotación y la miseria, gente con mil errores pero cargada
de pasión por cambiar el mundo. Personas normales, entre ellas las
anarquistas.
Periódico anarquista Tierra y Libertad
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Soy anarquista: soy normal, no un puto cliché
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excelente, totalmente de acuerdo.
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